jueves, septiembre 27, 2007

Recuerdo


Mis ojos eran mis oídos
A través de mis ojos podía ver y escuchar los sonidos no emitidos y las palabras no pronunciadas que frente a mí estaban escapando del delgado y versátil cuerpo del mimo.
Dentro de mi cabeza la historia se iba armando como un gigantesco rompecabezas, y yo reía a veces y lloraba otras. Me emocionaba sentir el tremendo bullicio que el silencio producía dentro de mí. Explosiones y carreras, puertas y portazos, gritos, pisadas, golpes, batir de alas y canto de canarios. Perros que ladran, sonido de hojas en los árboles agitadas por un ventarrón. Todo un universo sonoro venía a mi mente, y mis ojos eran por donde esa sensación entraba.
En un momento sentí que me faltaban ojos para ver y escuchar todo a la vez. Y me erguía del asiento para llegar más lejos con la mirada y así escuchar mejor lo que estaba viendo. Era magia pura, de esa que no sirve buscarle el truco pues no lo hay, todo es cuerpo, todo es gesto, todo es arte, todo es amor.
Y el mimo creaba y recreaba el universo, de sus manos brotaban invisibles colores y formas, yo las veía nítidamente a pesar de su invisibilidad, y un imán impedía que mis ojos se alejaran. El escenario oscuro donde sólo resaltaba la figura enjuta del mimo era como un gran estadio para mi, allí se dibujaban paisajes que no me atrevía preguntar si alguien más, a parte de mí, los veía.
Y cuando hubo finalizado el viaje, cuando los aplausos despertaron el salón, cuando la gente se puso de pie y yo quedé, en mi adolescente estatura, viendo sólo espaldas sentí que había tenido otro de mis nacimientos de vida, había abierto los ojos como por primera vez a un mundo desconocido. Y aplaudí, y creo que lloré. En realidad fueron algunas lágrimas silenciosas, como debía ser ante un mimo así.
Y me quedé hasta el final en la sala, esperando ver nuevamente al flaco de la cara blanca asomarse, pero no ocurrió. En vez de eso me fijé que a orillas del tablado estaba un sombrero grande, gigante para mis ojos, era blanco o plateado, sólo me llamó la atención la flor que le coronaba, y caminé hacia él. Recordé haberlo visto en la cabeza del mimo y temblé cuando mi mano tocó las orillas de tal tesoro dejado a mi alcance. Lo miré y lo degusté como quien observa una aurora boreal, maravillado. Entonces una mano huesuda pasó por sobre mi cabeza, tomo el sombrero y lo sacó de mi asombro. Giré al sentir los dedos sobre mi cabello, como la típica caricia del adulto con el pequeño intruso, y sin decir ni respirar vi al sombrero alejarse, como flotando, sobre la cabeza de un hombre en traje de hombre que caminaba como aquel que despertó mi universo de silencio y gestos... era Marcel Marceu.

No hay comentarios.: